El hoyo

Extracto del décimotercer relato que finaliza el libro «Mentes perversas» publicado por Mira editores:

«Cuando el vehículo policial se detuvo, la medianoche imperaba como un dios antiguo.
En el sereno cielo de diciembre podían verse las estrellas, destacando como purpurina esparcida en un vasto mantel negro.
Habían parado en un descampado, en medio de la nada, junto a un camino agrícola que distaba un kilómetro de un polígono industrial alejado de la capital. Los faros del coche eran la única luz artificial en aquél terreno, y su haz blanquecino bañaba varias decenas de metros de terreno árido. Muy lejos, podían distinguirse en el horizonte los edificios arracimados en la ciudad, como una orgía de luciérnagas copulando.
Tomás, el policía que estaba en el asiento del copiloto, gruñó antes de abrir la puerta. Era un hombre corpulento. Su rostro feo e hinchado por la comida rápida mostraba un profundo desagrado por quien transportaban en el asiento trasero, detrás de la mampara. Bajó primero el pie derecho a tierra. La suela de la bota Swat crujió al aplastar las piedrecillas. Después se ayudó a salir aferrándose con ambas manos al chasis del vehículo. Parecía un enorme gorila de pecho plateado saliendo del interior de una cueva.
Hacía frío. Mucho frío. El ordenador del coche marcaba dos grados bajo cero y un viento lacerante estremecía la noche. El conductor, David Arosta, un policía de la última promoción, dejó el motor encendido y salió con el rostro serio, situándose detrás del veterano.
Tomás se colocó junto a la puerta trasera derecha del vehículo y, tras un bufido, abrió la puerta.
En el interior había un niño. Tenía poco más de once años, aunque en su mirada despierta se adivinaba la agudeza propia de los chavales que viven en la calle.
—Baja, hijo de puta —conminó el agente.
El niño salió del vehículo con bastante agilidad, mucho más rápido de lo que lo había hecho Tomás e incluso su compañero. Ambos sabían que si el chiquillo echaba a correr, no lograrían alcanzarlo. Claro que esta vez miraban con tanta seriedad al pequeño delincuente, que parecía que pudieran llegar hasta el final. Por eso, Ismael, hijo de los Putrescu Garmendia, residentes en una parcela de la calle Salillas, tenía miedo por primera vez a la policía.»

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