Fragmento del capítulo sexto de la novela Raazbal, de Óscar Bribián:
«Al llegar a las quebradas del norte, el caballo aminoró el paso y la tormenta se reanudó. En poco tiempo cayó el aguacero. Martín se envolvió en su capa para evitar la humedad. El viento frío penetraba en la ropa causándole escalofríos. Observó el cielo ennegrecido sobre su cabeza. Un mar de vidrio centelleante. Lluvia y fuego. Relámpagos que iluminaban las lejanas cumbres del oeste. Montañas que parecían arder con los impulsivos latigazos eléctricos.
Una flecha certera se clavó en la piel del animal. En medio de la confusión, el caballo emitió un relincho de pánico y se levantó sobre sus patas traseras, lanzando a su jinete al suelo. Martín trató de enderezarse y sujetar al caballo por las riendas, pero todo fue inútil. El animal se alejó de allí espantado y poco después se despeñó por un precipicio cercano al camino.
Martín vio asomar la sombra de dos jinetes sobre uno de los altozanos, situado a unas cien varas de distancia. El muchacho echó a correr sin despegar la mirada atrás, viendo cómo otros dos jinetes aparecían y descendían por la ladera, ganándole terreno lentamente. Salió del camino intentando huir entre sotos y zarzales. Descendió pequeñas depresiones, atravesó campos de matorrales en terrenos abruptos y rocosos, subió cuestas y rodeó montículos para despistar a sus perseguidores. De los barrancos y escarpas pétreas que flanqueaban su huida se desprendían rodando montones de guijarros. Por un momento le pareció haberlos despistado. Decidió esconderse detrás de una roca, arrancando matojos y cubriéndose con ellos el cuerpo. Aguardó allí, temblando de frío y temor, con la esperanza de que los jinetes se diesen por vencidos, y así fue. No pudo identificar a ninguno de ellos, pero tenía la certeza de que procedían del castillo de don Sancho.»
Una flecha certera se clavó en la piel del animal. En medio de la confusión, el caballo emitió un relincho de pánico y se levantó sobre sus patas traseras, lanzando a su jinete al suelo. Martín trató de enderezarse y sujetar al caballo por las riendas, pero todo fue inútil. El animal se alejó de allí espantado y poco después se despeñó por un precipicio cercano al camino.
Martín vio asomar la sombra de dos jinetes sobre uno de los altozanos, situado a unas cien varas de distancia. El muchacho echó a correr sin despegar la mirada atrás, viendo cómo otros dos jinetes aparecían y descendían por la ladera, ganándole terreno lentamente. Salió del camino intentando huir entre sotos y zarzales. Descendió pequeñas depresiones, atravesó campos de matorrales en terrenos abruptos y rocosos, subió cuestas y rodeó montículos para despistar a sus perseguidores. De los barrancos y escarpas pétreas que flanqueaban su huida se desprendían rodando montones de guijarros. Por un momento le pareció haberlos despistado. Decidió esconderse detrás de una roca, arrancando matojos y cubriéndose con ellos el cuerpo. Aguardó allí, temblando de frío y temor, con la esperanza de que los jinetes se diesen por vencidos, y así fue. No pudo identificar a ninguno de ellos, pero tenía la certeza de que procedían del castillo de don Sancho.»