El cónclave

Extracto del segundo relato que compone el libro «Mentes perversas», de Mira editores, recientemente publicado:

«Se podía intuir a los gatos antes de verlos.
Sus escurridizas sombras iban y venían por las angostas callejuelas del pueblo, acechando como malhechores. Parecían fantasmas embutidos en cuerpos diminutos. Cada vez que alguien se daba la vuelta, tenía a uno de ellos tras de sí. Después se oían sus maullidos, largas súplicas de animales hambrientos.
Pero los gatos comían diariamente. Por supuesto que comían. Prueba de ello era la descontrolada natalidad y el progresivo crecimiento de estos felinos en la región.
La mayoría de las personas que se veían en el pueblo eran turistas. Cada fin de semana, especialmente durante el verano, las casas rurales del lugar eran ocupadas por familias y grupos de amigos con ganas de desconectar de la rutina diaria de las ciudades.
David Espinosa, su mujer y sus dos hijos, eran un claro ejemplo del turismo que alimentaba los exiguos ingresos del pueblo. La pequeña localidad se llamaba Murillo de Huerta, aunque tenía más bien poco que ver con la agricultura. Lo especialmente abrupto y rocoso del terreno donde se asentaba, en la falda sur de las estribaciones pirenaicas, hacía prácticamente imposible el desarrollo de un amplio campo de cultivo. En cambio, sí podían descubrirse pequeñas parcelas con hileras de hortalizas en la parte trasera de algunas viviendas.
—Mira, papá, ¡tomates! —El pequeño Manuel, de nueve años, tiró de la manga del abrigo de su padre para llamar su atención.
—Eso parece, sí —respondió David, sin apenas desviar la vista del suelo empedrado.
Estaba algo cansado de la insistencia de su hijo cada vez que veía un huertecillo.
Habían salido de pesca, tras el desayuno. Susana se había quedado con la pequeña descansando tras la excursión del día anterior. Raquel tenía medio año y el frío de la mañana podía serle perjudicial. Claro que David sabía que aquello no era más que una excusa. Susana nunca había llegado a simpatizar con la afición de su marido. En cierto sentido, la presencia de Manuel, quien tampoco se mostraba muy ilusionado con una caña de pescar en la mano, le venía bien a David. Aunque la pesca requiere quietud y perseverancia, no le gustaba sentirse solo en la montaña.
Subieron por las callejuelas flanqueadas por viviendas ruinosas. En algún rincón se levantaba una casa rural totalmente remodelada. Casa Leandro, casa Leal, casa Martínez. Las letras destacaban en la superficie de los azulejos situados sobre las puertas principales. Pero eran excepciones en un pueblo semiabandonado, anclado en el tiempo como un cadáver que ya nunca volverá a caminar.
Sólo había un pastor en Murillo y contaba con medio centenar de ovejas. Lo habían visto partir con el rebaño a primera hora de la mañana, al alba. El resto de oficios se habían extinguido con el paso del tiempo. Ni siquiera la vieja tienda de recuerdos de la anciana Pilar abría sus puertas, y en su polvoriento escaparate aún podían verse las últimas tallas de gatos en madera y alabastro que no se habían vendido.
Pero David Espinosa no deseaba adquirir ningún gato, ya estuviera vivo o cincelado en piedra. No le gustaban. Cada vez que pasaba junto a alguno de aquellos animales sentía que lo miraban con recelo. En especial los que merodeaban en aquel pueblo. Los había negros, pardos, blancos y atigrados. Todos callejeros. Vivían de lo que sisaban a los turistas. Se colaban en las casas trepando por las paredes verticales hasta alcanzar las ventanas. El resto era tarea fácil. Sigilosamente entraban en las cocinas o en los fogones para hurtar un pedazo de carne o una ristra de salchichas.
—Cierre bien las ventanas de la casa cuando vaya a preparar algo de carne para cocinar —le había recomendado la dueña de la casa, la señora Pomar, al matrimonio recién llegado, antes de entregarles las llaves y regresar a una localidad vecina—. Y es también recomendable que lo hagan durante las noches, haga frío o calor.
A David le había parecido exagerada la medida. ¿Cuántos gatos podía haber en el pueblo, al fin y al cabo? ¿Tan acostumbrados estaban a entrar en las casas que era necesario cerrar cualquier posible entrada? Se lamentó de la indolencia de los ancianos, lo que sin duda había fomentado este mal hábito. Un par de perdigonazos habrían resuelto el problema a las primeras de cambio, pensó.
Antes de salir del pueblo se cruzaron con un viejo vestido de negro, el cual permanecía sentado en una banqueta y con la espalda recostada en la pared de su casa. El hombre no hacía nada aparentemente, salvo aguardar quizás la llegada del mediodía. Miró al niño y al padre con antipatía, sin mostrar el más leve saludo. Mientras el pequeño Manuel saltaba y brincaba alegremente bordeando el lado opuesto de la calle, contando uno tras otro los adoquines en línea recta, David tuvo tiempo de descubrir dos filetes de carne tendidos en el suelo, bajo la banqueta, a los pies del anciano. Varias moscas se habían posado en la carne con el firme propósito de corromperla. Pero no les dio tiempo. Dos zarpazos las ahuyentaron, y el resuelto gato negro, ahora bajo los pies del octogenario, asió con sus fauces la comida para desaparecer por un callejón tan rápidamente como había llegado.»

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