El buen amigo

Extracto del noveno relato del libro «Mentes perversas» publicado por Mira Editores:

«Al anochecer la ciudad se vuelve transparente. En cierto modo es como un río de aguas claras. Se puede ver el fondo.
Tal vez sea por eso por lo que tengo la sensación de que quienes transitamos a esas horas por las calles no tramamos nada bueno. La gente honrada permanece en sus hogares, terminando su cena en familia o durmiendo temprano, quizás viendo la televisión con cierta desidia. Pero yo no veo la televisión. Sólo lo hago durante las noches cálidas, cuando el calor y los remordimientos no me dejan dormir. En cambio hoy hace frío, es octubre y el cierzo ruge abofeteándolo a uno en la cara como un capataz.
He aparcado a las afueras del barrio Oliver, y desde allí vengo andando. Primero transito por Antonio Leyva y luego giro a la derecha para comenzar Miguel Artigas. A estas horas los yonquis son costumbre en este lugar. Me cruzo con uno que parece un espectro, y a buen seguro que reúne todos los boletos para morir esta misma semana de sobredosis. Paso frente a la esquina de Rafael Salillas. Allí hay una silla de madera y una puerta abierta a una parcela de paredes cochambrosas. Se tienen que estar forrando la Dolores y la Rocío, pienso, porque mientras camino observo a otros tres fantasmas raquíticos, emergiendo de la luz tenue del vestíbulo precedido por aquella silla.
La droga mata. La droga consume. Pero el dinero también mata, o por lo menos el carecer de él. En mi caso ambos elementos jugaron en mi contra.
Alcanzo la calle del Doctor Purjasol y allí encuentro la Tasca del Caballo. Yo prefiero apodarlo “el faro”. Una de sus ventanas asoma a una antigua acequia donde los toxicómanos se pinchan de madrugada. Más allá, hay un desnivel que alcanza los terrenos del antiguo cuartel de San Lamberto y se extiende hasta la carretera de Logroño. Ha sido un paraje inhóspito durante años, hasta que comenzaron a edificar recientemente. Por esto llamo a la tasca “el Faro”, porque la luz de una de sus ventanas puede verse desde algunos puntos recónditos de la extensión, deshabitada como un mar tranquilo desde que el cuartel fue abandonado.»

Esta entrada fue publicada en Publicaciones, Relatos. Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *